Historia

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Resumen

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Coinciden algunos autores en señalar que Umbrete ocupa el sitio de la antigua Osca turdetana, mencionada por Ptolomeo. 
El origen de la actual villa se remonta a la época musulmana como floreciente 'alquería'. 
Durante la conquista castellana comienza a cobrar cierta importancia al ser donada por el rey Alfonso X el Sabio, mediante 'CARTA-PUEBLA', al cabildo eclesiástico y arzobispado de Sevilla.Desde estos momentos la vida e historia de Umbrete se unen a la iglesia de Sevilla. Esta CARTA-PUEBLA datada de 1313, es considerada el texto fundacional de la Villa de Umbrete.

Para conocer en detalle la historia de nuestro municipio os hemos preparado la siguiente guía:

La Prehistoria en el Aljarafe

Existen dos etapas claramente diferenciadas en la Edad de Piedra, que empieza hace dos millones de años: la primera, se caracteriza por el uso de la piedra tallada, y se desarrolla desde la aparición del hombre hasta hace unos 10.000 años, y que se
denomina Paleolítico; en la segunda, llamada Neolítico (10.000 – 3.000 a.C.), se empleaba la piedra pulimentada y algunos metales, como el cobre.

La historia de Sevilla está íntimamente ligada a la del río Guadalquivir, pues desde sus orígenes desempeñó el papel de puerto fluvial y puente entre el Océano Atlántico y el interior de la región andaluza. Tampoco podemos olvidar el protagonismo de Sevilla como encrucijada de caminos terrestres entre el Norte, el Este y el Oeste de la Península Ibérica. Ya en los albores del primer milenio a.C., el suelo sevillano estaba predestinado a convertirse en la sede del gran emporio del Guadalquivir.

Emergiendo entre dos ríos, el Guadalquivir y su afluente de severo estiaje el Guadiamar, se levanta el Aljarafe, fértil comarca agrícola llena de grandes historias y minúsculos aconteceres de próceres y villanos, de leyendas y fantasías. Región mesopotámica que delimita el oeste de Sevilla, su relieve está levemente ondulado por colinas suaves que no superan las dos centenas de metros sobre el nivel del mar, aunque la erosión de algunos arroyos que la cruzan, como el Majalbarraque, el Repudio – o Río Pudio o “río podrido”-, el Montijos, el Ardachón y el Valdegallinas, crueles en la estación lluviosa, ha ido conformando las formas más abruptas de su topografía.

Geológicamente, el Aljarafe es una meseta de terrenos terciarios miocenos rodeada de suelos de la siguiente Era: las vegas de los ríos citados, que vallan el este y oeste de la comarca, y las marismas, que se pierden al sur. Al noroeste se observan manchas de origen pliocénico. Por ello, a escasa profundidad posee una base muy típica de suelos aptos para el cultivo de la tríada mediterránea. Y, no en balde, desde tiempos remotos, el Aljarafe, por su cercanía a la capital, se convirtió en su principal abastecedor de alimentos, Estas alturas fueron ya conocidas por el hombre prehistórico, en especial las laderas próximas a los principales cursos de agua, y ya en el Neolítico poseyó una población estable.

Comenzando por el principio, en 1848 se encontraba en la Cantera de Forbes (Gibraltar, Cádiz) lo que parecía ser un cráneo humano. El hallazgo se trataba, en efecto, de los más antiguos restos humanos encontrados en Andalucía. Se abrían las puertas de un pasado rico y fabuloso en tierras andaluzas.

Ese Homo neandertalensis, a cuya especie pertenecía el cráneo, vivió y dejó constancia de su precaria existencia, sí, pero con rasgos que revelaban ya una humanidad: pese a su tosco aspecto, creía en el más allá –como prueban los enterramientos con ofrendas de ajuar- y daba muestras de una incipiente actividad artística. De esta manera, los primeros poblamientos de que se tienen noticias en Andalucía datan del Paleolítico (o periodo de la piedra tallada), y más concretamente, del Paleolítico Medio, que tuvo lugar, según los autores, entre 100.000 y 40.000 años antes de nuestros días.

Aparece así en la Península Ibérica el hombre de Neandertal, proveniente quizás de África a través del Estrecho, o del desarrollo de especies primitivas autóctonas no consideradas aún como humanas. El modo de vida de estos individuos, basado en la caza de animales salvajes y recolección de frutas silvestres, hace que se vayan produciendo auténticas migraciones de grupos humanos, nómadas, a otras zonas cuando los alimentos escasean.

El hombre de Neandertal pasa de las zonas costeras al interior peninsular (y de ahí a otras partes de Europa), siguiendo el afluente de los grandes ríos, como el Guadalquivir. Esa es una de las teorías que expliquen la aparición de esta especie en nuestra comarca.
Y es que la situación que presenta Umbrete en cuanto a sus orígenes es ciertamente oscura. Al contrario que otras poblaciones limítrofes, donde abundan restos arqueológicos de todas las épocas, pudiéndose reconstruir con facilidad sus más profundas raíces, en ésta hay que llegar desde un principio al terreno de la hipótesis y la especulación. Cierto es que el lugar que ocupa la villa fue conocido ya en tiempos prehistóricos. Como demuestran los sondeos y estudios arqueológicos efectuados en el Aljarafe, el hombre primitivo prefirió habitar las cercanías de los ríos más caudalosos que lo circundan, en especial su borde oriental, que divisaría los cenagales y terrenos pantanosos donde hoy se alza Sevilla. Hay que considerar que los primeros asentamientos en la capital no aparecen hasta el siglo IX a.C. Las colinas inmediatas que dan principio a la comarca, estuvieron, por ello, densamente pobladas hasta que el hombre decidió bajar al fecundo llano una vez que su sistema de vida cambió, trocando el nomadeo por la azada. La conquista del valle fue un proceso lento, milenario, que dejó importantes huellas materiales en el subsuelo de los rebordes mesetarios.

Del mismo modo, los cerros que flanquean el Guadiamar, o Menoba turdetano, río que delimita la planicie aljarafeña por el occidente, fueron también hábitats escogidos por estas hordas que aún no conocían la fundición de metales para fabricar armas o utensilios, tallando para ello el sílex, en especial, piedra criptocristalina de gran dureza y apta para el desvastado.

Los terrenos del interior no estuvieron tan frecuentados, aunque diversos hallazgos demuestran que si no como habitación permanente, sí constituían parajes conocidos, sobre todo en los períodos neolítico y calcolítico. Como sin duda se puede discernir, hay que hablar de hábitats generales dentro de la especialidad que suponen el propio Aljarafe, cuando se trata de investigar estas agrupaciones trashumantes, pero en lo que toca a Umbrete, en cuanto jurisdicción municipal, los materiales de piedra tallada y pulimentada, que hemos tenido la oportunidad de estudiar por encima, recogidos en superficie en el sur del término por diferentes personas, lugares muy cercanos al arroyo Majalbarraque – que nace al norte de Umbrete-, y que requieren un exhaustivo y especializado examen, proporcionan datos interesantes para conocer los pasos de aquellos seres por este solar. El conjunto, por llamarlo así, aunque provienen de diversas prospecciones de varias localizaciones (y varias edades prehistóricas), consta, según el historiador Antequera Luengo, de algo más de dos centenares de piezas, compuestas sobre todo por un 90% de lascas de desvastado, corticales, algunos núcleos amorfos, una pequeña lasca de cuchillo, de sección triangular, y dos raederas de mediano tamaño. Las piezas retocadas constituyen un 50% de las mismas, retoques, salvo en casos, sin intención. Hay que añadir también un hacha pulimentada, de diorita y dos fragmentos de hoz que no pertenecen al grupo anterior.

El cazador y recolector del Paleolítico se caracterizaba por su compenetración y total dependencia de la naturaleza, siendo un depredador de ésta, por su sistema económico puramente de subsistencia. En cambio, en el Neolítico el hombre empieza a domesticar animales y a cultivar la tierra, produciendo sus propios alimentos, de los que consigue excedentes; aparecen nuevas técnicas y se forman los primeros poblados estables, que permitirán a la humanidad alcanzar cierta independencia frente a las arbitrariedades del medio ambiente.

La innovación principal, la agricultura, a través de la cual el individuo adapta y modifica su entorno natural de acuerdo con sus necesidades, produjo modificaciones tan importantes, que es posible hablar de una verdadera revolución neolítica del hombre. El cultivo intencionado es la clave de complejas formas sociales, hasta las culturas superiores que aparecerán posteriormente, al tiempo que condiciona la evolución biológica del hombre en el ámbito intelectual.

Esta progresiva culturización va a desembocar en un fenómeno social denominado megalitismo, que consiste en la construcción de obras con grandes piedras, de carácter mayormente funerario, y con el objetivo de albergar inhumaciones en foso con enterramientos individuales (o colectivos) y escaso ajuar. Esta manifestación se localiza fundamentalmente en la fachada atlántica europea, cronológicamente se desarrolla desde los momentos finales del Epipaleolítico hasta la Edad de los Metales, incluyendo pues todo el Neolítico.

En Andalucía, al igual que en otras zonas de la Península, puede reconocerse la existencia de las primeras manifestaciones de cultos megalíticos. Los precedentes de los sepulcros colectivos andaluces, realizados con grandes losas de piedra, podrían rastrearse ya durante el Neolítico Medio andaluz, con ritos de inhumación colectiva frente a las tradicionales inhumaciones individuales. Este nuevo ritual puede documentarse bajo apariencias diferentes, según los distintos modelos de población existentes, bien en el mismo interior de las cuevas, correspondiendo a los grupos que perpetuaban ese patrón estacional, o en el exterior, en las poblaciones que desarrollaban los nuevos patrones sedentarios al aire libre.

En la comarca del Aljarafe también se tiene constancia de este fenómeno, y aunque en nuestro municipio no se han encontrado restos arqueológicos de este tipo, sí se ha hecho en localidades vecinas, como Valencina de la Concepción, cuyo yacimiento es uno de los más importantes de Europa, y donde se han hallado restos de un poblado de gran dimensión con silos, pozos y otros restos arqueológicos los cuales se encuentran expuestos en el Museo Arqueológico de Sevilla.

Como centro poblacional, es el más grande de los investigados hasta ahora en todo el continente. La cronología de estos hallazgos se extiende desde el 2.500 al 1.500 antes de Cristo, por lo que su origen lo encontramos en la Edad del Cobre (eneolítico o calcolítico), periodo de transición entre la Edad de Piedra y la de los Metales que se caracterizó por la introducción de un nuevo avance tecnológico como fue la metalurgia del cobre. Existe un amplio consenso de autores en pensar que los inicios de la metalurgia del cobre se relacionan con la aparición del megalitismo.

Los enterramientos fueron realizados con grandes piedras tipo dolménico. Sus dólmenes son estructuras de complicada arquitectura, formada por un corredor y una cámara circular al fondo, donde se realizaban enterramientos colectivos, y en la que los fallecidos como era habitual en la época, llevaban su ajuar o efectos personales utilizados en vida. Tres dólmenes destacan en este yacimiento por su carácter excepcional: el dolmen de La Pastora, el dolmen de La Matarrubilla y el dolmen de Ontiveros.

Por esta razón, no es descabellado pensar que esta manifestación se extendiese por toda la comarca, y entre ella, Umbrete, que se halla situada de Valencina a sólo unos kilómetros de distancia, aunque en caso de que así fuera, sus restos no han trascendido. Por tanto, no es suficiente todo esto para establecer hipótesis de asentamiento, y más bien pudieran ser materiales de estaciones temporales al aire libre de los períodos anteriormente mencionados los encontrados en Umbrete.

La transición de la Prehistoria a la Edad Antigua

Estos poblados neolíticos semiestables, junto a otras culturas que fueron concluyendo en la región, dieron origen a la civilización tartésica, allá por el año 1.200 a.C., cultura ésta que también tuvo repercusión en nuestra comarca aljarafeña, aunque como hemos dicho anteriormente las referencias que existen de Umbrete en periodos tan tempranos de la historia, son bastante escasas. No obstante, dado que esta cultura se desarrolló en localidades muy próximas, puede conllevar la idea de que nuestra localidad, que estaba en su radio de actuación, sucumbiera también a los tartesios.

Mucho se ha investigado sobre la posible ubicación de la mítica ciudad de Tartessos. Lo cierto es que actualmente, al igual que se progresa en el conocimiento de aspectos sobre la civilización tartésica, su cultura, relaciones comerciales con otros pueblos (tanto vecinos y como lejanos de Oriente), distribución geográfica, posible lengua y caracteres atribuibles a ella, etc, poco o nada se sabe aún sobre la posible localización de la ciudad más importante, o capital, de tan floreciente civilización. Tampoco se sabe mucho sobre el fin de Tartessos, que según los autores, se data allá por entre el 650 y 500 a.C.

Esta civilización a la que conocemos por historiadores griegos y latinos clásicos como Herodoto, Estrabón y Plinio el Viejo, es uno de los capítulos más sugestivos e importantes de nuestra Historia Antigua. Tartessos es una civilización protohistórica fundamental que además actúa como catalizador de las colonizaciones fenicia y griega a las que se halla íntimamente vinculada. A Tartessos corresponden fenómenos de gran importancia cultural, como son el origen de la escritura occidental, el desarrollo de una agricultura superior y el origen de la ciudad; en definitiva, el de la civilización urbana, con sus implicaciones sociales, políticas, económicas e ideológicas.

En la cúspide de su estructura social se hallaba la figura de un monarca, como el popular Argantonio, representante de una forma suprema de poder que los estudios modernos tienden a caracterizar como monarquía sacra, esto es, un poder sacralizado que se transmitía en el seno de una dinastía familiar, legitimado por prácticas de culto dinástico, conocidas también en las primeras etapas históricas de otras culturas principales del Mediterráneo, como la etrusca. No obstante, hay aún teorías que defienden que la religión tartésica fue politeísta. Bajo esta jerarquía, seguramente con pocos escalones intermedios, se hallaba una amplia masa social casi desprovista de derechos —campesinos, artesanos, mineros—, base de un sistema calificado por algunos investigadores como de servidumbre comunitaria.

Tartessos (o Tartesos) fue un antiguo reino del suroeste de la Península Ibérica, que se extendía en los primeros siglos del I milenio a.C. por parte de la actual Andalucía, con una floreciente capital ubicada en algún punto impreciso próximo a la desembocadura del río Guadalquivir (el río Tartessos), correspondiendo a lo que hoy son las marismas, colmatadas por los arrastres aluviales del río, en el actual Coto de Doñana.

A pesar del alto contenido legendario que siempre se le atribuía a este pueblo, en cuyo territorio las antiguas tradiciones cristianas señalaban que fue el primer espacio poblado tras el Diluvio Universal que se menciona en la Biblia, Tartessos no era un mito, sino una realidad específica. Los mercaderes focenses y fenicios así lo comprobaron. Fue considerado como el primer organismo socio-político que supo aglutinar en forma de Estado antiguo a todas las formaciones históricas de Andalucía, en la primera demarcación política y social común, regido por una monarquía humana, dentro de un mismo espacio geográfico. Se le considera como el más antiguo Estado del occidente prerromano, con una sociedad fuertemente organizada y con un gran desarrollo económico (que tuvo gran proyección en todo el Mediterráneo) y cultural. La extensión geográfica de la cultura tartesia (correspondiente al Bronce Final evolucionado) abarcó principalmente las actuales provincias de Huelva, Sevilla y Cádiz.

El Estado tartésico fue un país fértil en toda clase de frutos, riquísimo en oro, plata, hierro y estaño, y abundante en ganados, que entre los griegos simbolizaba aún la riqueza. Sus orígenes son oscuros, y hay que pensar en una larga evolución local, tal vez a partir de la cultura megalítica del calcolítico y la Edad del Bronce (que sucede a la del Cobre), tomando como punto de partida las culturas de El Agar y Los Millares, pero hay que tener cuidado, ya que éstas se sitúan en Almería. Pero en el siglo V a.C., las gentes que habitan el sur peninsular están en un estado poco evolucionado socialmente, si se le compara con lo que ocurre en el otro extremo del Mediterráneo. Por ello, otra hipótesis que explica la aparición y desarrollo de la cultura tartésica se basa exclusivamente en el fenómeno colonial fenicio, que incidió decisivamente sobre la población local neolítica, y en especial sobre la cultura megalítica de Los Millares. Esto se basa en la idea de que la mayoría de los elementos que definen a Tartessos son mediterráneos, y que en su última época estuvo abierto a influencias orientalizantes (fenicios, cretenses, focenses, etc). Aunque los investigadores no se terminan de poner de acuerdo al estudiar este pueblo, hoy día se tiende a aceptar que su origen fue una mezcla de estas dos teorías: la evolucionista autóctona y la colonial fenicia, que supo adaptarlas sabiamente a su propia idiosincrasia.

Existen dos épocas diferenciadas en la cronología tartésica, y cuyo punto de inflexión es el asentamiento de los fenicios en las costas andaluzas. La primera fase (periodo geométrico) iría desde finales del siglo X a.C. hasta aproximadamente el siglo VIII a.C, y coincidiría con el Bronce Final Tartésico. La segunda fase o época orientalizante abarca desde el siglo VIII a.C. hasta el VI a.C.

Los emplazamientos de los poblados en el ámbito del Bronce Final Tartésico se producen en zonas elevadas, aunque no es característica definitoria. Lo que sí lo es, es su proximidad a las vías marítimas y terrestres que intercomunican puntos metalúrgicos. 

De la importante civilización tartésica dan fe los importantes yacimientos arqueológicos de Mesa de Asta (Jerez), Cabezo de la Joya (Huelva), y en el Aljarafe, los del Cerro del Carambolo, en la localidad sevillana de Camas. Las viviendas de estos poblados están formadas por cabañas de planta oval y circular con alzado de adobe o tapial y cubrición con material vegetal y, por tanto, perecedero. Este tipo de edificaciones se ha constatado en la mayoría de los yacimientos tartésicos protagonistas de la época, como son Setefilla (Sevilla) y el del Carambolo (Camas), poblados cuya fundación data de los siglos X-IX a.C.

La meseta del Aljarafe, que limita al poniente el valle inferior del Guadalquivir, presenta sobre la vega de Triana un conjunto de pequeñas elevaciones, también llamadas carambolos, que son el resultado de los bordes mas escarpados de la meseta. Entre dos de estos cerros, el de San Juan de Aznalfarache y el de Santa Brígida, se encuentra situado El Carambolo por antonomasia, a tres kilómetros de Sevilla, dominando el barrio de La Pañoleta, donde se dividen las carreteras a Huelva y a Mérida. Su altitud es de 91 m. sobre el nivel del mar y 60 m. sobre la vega de Triana. Este es precisamente, el enclave de un fastuoso tesoro tartésico e importantes restos de cerámica. Cronológicamente, este tesoro puede ser fijado, en sus límites más amplios, entre los siglos VIII y III antes de Cristo. "Un tesoro digno de Argantonio" como afirma Juan de Mata Carriazo.

Los tesoros del Carambolo nos hablan de una clase social acomodada y de unos enterramientos de tipo principesco y con una alta significación religiosa reflejada en las muchas joyas destinadas a la ornamentación del culto. Así lo constatan los recientes hallazgos de santuarios y altares religiosos en la localidad de Coria del Río (Sevilla). Entre las producciones artísticas más características del tesoro de El Carambolo destacan como elementos mas repetitivos las placas articuladas, los brazaletes, y un tipo de pendientes (las arracadas) que se caracterizan porque son de gran tamaño y con una decoración que rodea un cuerpo liso, como un fleco decorativo. Otra forma típica son las diademas, que se caracterizan junto los anillos, ya que se acompañan de aditamentos de piedras preciosas o semipreciosas. Son diademas muy elaboradas. Combinan placas articuladas con decoración floral, con colgantes que sirven de adorno (simples esferas, flores de loto, etc.). En los anillos se usan esas piedras preciosas o semipreciosas, sobre todo en los anillos giratorios.

Hacia el siglo X-IX a.C. se producen los primeros contactos esporádicos con los navegantes fenicios que más tarde, a partir del siglo VIII a.C., se convierten en relaciones comerciales regulares. Los productos de la minería tartesia (sobre todo cobre, plata y estaño), obtenidos de las cuencas mineras de Riotinto y la vecina Aznalcóllar, eran demandados en dura competencia por los comerciantes fenicios y los helenos. No es casualidad que el centro operativo básico de los fenicios, Gadir (Cádiz), se ubicara en la desembocadura del río Guadalquivir, la región nuclear tartésica. Acudieron los fenicios con sorprendente diligencia a sacar partido de las posibilidades que los tartesios habían empezado a poner en valor en las feraces tierras peninsulares, y de sus ambientes geográficos próximos o accesibles desde ellas, sobre todo en la obtención de metales y de sus productos. Los fenicios fueron principales agentes de la obtención de esas mercancías tan simbólicas y preciadas, sea por el comercio, sea por la aportación de una tecnología que desarrolló su actividad en talleres directamente actuantes en Tartessos, regentados por fenicios o por tartesios adiestrados en las mismas prácticas artesanales. Para los fenicios, este enclave gaditano era vital para establecer rutas comerciales en el Mediterráneo.

Se conoce ahora un afán de control que, además de fuertes establecimientos en la costa, se proyectó con gran fuerza hacia el interior, en un rápido proceso que pudo resultar casi asfixiante para los tartesios, puesto de relieve en estos últimos años. Grupos de fenicios se trasladaron diligentemente al interior, donde tomaron plaza muchas veces formando colonias de comerciantes y artesanos en, o junto a, los asentamientos tartésicos, como debió de ocurrir en varios pueblos sevillanos, una plaza principal para el control del bajo valle del Guadalquivir, apoyo de la vía terrestre que por el valle seguía el curso del río; o propiciando la creación de centros nuevos, como se sospecha ahora que fue el caso de la misma Spal (la actual Sevilla). Así, siguiendo el caudal del Guadalquivir, se adentraron en la península, asentándose y explotando el valle medio del río y su periferia, en la cual se halla el Aljarafe sevillano.

Según Sebastián Celestino Pérez, es fácil suponer que una vez entrada en crisis la zona nuclear, el exceso demográfico que se generaría debió ser absorbido por las zonas periféricas que años atrás la abastecieron. La importancia que toman áreas geográficas como la cuenca media del Guadalquivir, el Algarve o la Baja Extremadura, se consolida precisamente a partir del siglo VI, siendo a mediados del V a.C. cuando alcanza su mayor expresión, como queda reflejado en necrópolis, poblados y complejos arquitectónicos que se distribuyen con cierta densidad por estas zonas de la periferia tartésica. Sin este aporte poblacional periférico es difícil entender la explotación económica, fundamentalmente minera, que consolidó cultural y económicamente la zona tras la colonización histórica. La absorción de ese excedente poblacional debió incidir positivamente también en la extensión de los terrenos cultivables y desarrollo agrícola, en la explotación masiva de la ganadería y, consecuentemente, en una mayor complejidad organizativa que, hoy por hoy, aún se nos escapa de las manos, pero que no debió ser muy distinta de la que se ensayaba anteriormente en el núcleo tartésico.

La zona periférica jugaría un papel determinante mediante este aporte demográfico al núcleo tartésico, lo que repercutiría en la mayor capacidad de los personajes destacados de estas zonas para controlar los puntos estratégicos de paso por donde circularían las primeras vías de intercambio comercial con el interior. A la postre, serán estas zonas de la periferia las que sobrevivan y se desarrollen tras la crisis tartésica, aprovechando los mecanismos heredados de su relación anterior.

Las causas que provocaron el declive de esta cultura están íntimamente relacionadas con el debilitamiento del comercio fenicio en las costas andaluzas, aproximadamente alrededor del 600 a.C. Los modernos datos arqueológicos parecen confirmar una presión fenicia que pudo conducir a fricciones o conflictos abiertos con los tartesios, dirigida a controlar cuanto fuera posible la red económica de éstos y la estructura política que la aglutinaba. Además, la actividad en torno a Tartessos llenó en este extremo del Mediterráneo el plato de la oferta de una balanza que tenía en el otro extremo el de una demanda cada vez más exigente, sobre todo de metales, como la asiria. Se observa el abandono de muchas de las ciudades y necrópolis fenicias y si no se abandonan en su totalidad se reconvierten. Esto culmina en el apoyo de los tartesios a los griegos, lo que agrava su relación con los fenicios. Son razones de tipo político. Tartesos tiene dificultades para dar salida a esos metales, y ello provoca un declive en una de las economías básicas de la cultura tartésica. Lo que entendemos por Tartessos experimentó, pues, una crisis notable en el siglo VI a.C. Pero, pese a algunos traumas, puede entenderse en alguna medida como una crisis de crecimiento, y no tanto de acabamiento. No obstante, la imposición de Cartago como nuevo líder de los semitas de Occidente, intensificó el afán de control y de dominio territorial de los fenicios en la nueva etapa púnica; y la creciente imposición de la metalurgia del hierro y otros fenómenos determinaron el paso a una etapa distinta.

Alrededor del 500 a.C., época que coincide con la primera eclosión conquistadora de los cartaginenses (también llamados púnicos), acaban las noticias de Tartessos, que sucumbió probablemente a causa del expansionismo de Cartago, ciudad aunque fundada por los fenicios, llegó a disponer con el tiempo de un poder económico, político y militar mucho mayor que el que sus fundadores se hubiesen atrevido a soñar. De esta forma, los cartaginenses deshicieron el Estado tartésico en beneficio de la delegación fenicia de Gades (Cádiz).

Según Jorge Bonsor, la colonización fenicia tuvo un importante papel en la posterior conformación de los pueblos ibéricos. Así, clásicos autores de la historiografía sevillana, siguiendo a Plinio, establecieron que la mitad sur del Aljarafe estuvo habitada por los pueblos alóstigos y alontigicelos (estos últimos cerca del río Guadiamar).

Y que la colonización no se restringía sólo a la fundación de ciudades costeras, si no que alcanzó el interior de Andalucía y tuvo aquí un móvil agrícola.

El eclipse de la cultura tartésica no impide que muchos de los asentamientos que se formaron incluso en el periodo geométrico sigan estando habitados en el momento en el que surge la otra gran cultura protohistórica: la cultura ibérica, y en concreto la llamada turdetana, asentada en sur peninsular (el valle andaluz del Guadalquivir), que dentro de los pueblos ibéricos serán los que tienen una mayor carga de elementos orientales.

Su límite occidental es el río Guadiana, y a oriente son los carpetanos y oretanos (más al norte) los pueblos que limitan la Turdetania, es decir, la antigua frontera de Tartesos, como recientemente han mantenido A. Ruiz y M. Molinos. Limitaban con bástulos y bastetanos al sur y al este. La costa es bastetana, cuyos pobladores habitan en la Turdetania, y podrían ser algunas de las antiguas factorías o colonias fenicias. Pueblo muy culto del que no nos ha quedado casi nada, que tuvo cecas muy importantes como Obulco, Carmo, Corduba, etc.

Según A.J. Domínguez Monedero, el término tiene sólo un valor geográfico, no ligado a ningún pueblo concreto. L.A. García Moreno (1989) acepta la ecuación Tartessos / Turdetania, como anteriormente lo habían hecho Schulten y Tovar, pero con algunas precisiones. La primera es que la forma Turdetania, y sus etnónimos túrdulos y turdetanos, sólo aparece en autores posteriores al siglo III. y la segunda es que el término de Tartessos y tartessios la emplean historiadores y geógrafos griegos más antiguos, anteriores a finales del siglo III. No obstante, autores griegos y romanos utilizan indistintamente Turdetania / Tartesios. Podría, pues, emplearse el término tartesio / turdetano, en lugar de ibero / turdetano, para los habitantes de la antigua zona tartesia de Andalucía occidental, que corresponde, en opinión de algunos autores, al mismo concepto étnico y cultural. De aquí que se haya defendido a los turdetanos como los tartesios, pues la Turdetania es una realidad cultural distinta a otros pueblos “ibéricos” de la misma época. A estos habitantes se les llama turdetanos y túrdulos que unos creen que son los mismos; más según otros dos pueblos distintos. Polibio está entre estos últimos, pues dice que los turdetanos tenían como vecinos por el norte a los túrdulos. Hoy día no se aprecia diferencia entre ambos.

Los turdetanos, herederos de la tradición tartesia, fueron un pueblo íbero que estuvieron más de dos siglos y medio bajo el yugo cartaginés. Los romanos, que más tarde vencieron a los cartagineses e invadieron la Península Ibérica, llamaron a la región ocupada por aquellos pueblos, Turdetania —la antigua Tartessos—. Estrabón (63 a.C. - 24 d.C.), menciona en el libro III de su Geografía, que los turdetanos tenían fama de ser los más cultos entre los íberos, pues tenían una gramática y poseían anales escritos de antigua memoria, poemas y leyes en verso que, según ellos, tenían más de 6.000 años (años que algunos corrigen por versos). Con ello, se recogía así el legado de Tartessos, que se perpetuaría en el turdetano, con un nombre que habla por sí sólo de las diferencias y de la continuidad. Las primeras tuvieron entre sus determinantes una cada vez más intensa penetración territorial de los púnicos —hasta el punto de que Estrabón llegará a decir que la mayoría de las ciudades de la Turdetania y de las regiones vecinas estaban pobladas por ellos. Pero, tanto en el ámbito estrictamente púnico como en el turdetano, se observa una rápida recuperación del pulso cultural y económico, y una gran actividad a partir de la inflexión del siglo VI. Lo mismo que ocurriría en la Alta Andalucía y el Sureste de la Península, donde el germen de la cultura tartésica, extendido ampliamente en este ámbito durante la etapa orientalizante, promovió el proceso formativo de la personal cultura ibérica clásica. En resumen, la trayectoria histórica y cultural tartésicofenicia de la época orientalizante, se transformó en la ibérico-púnica que caracterizó a la España mediterránea -con gran influencia en los demás territorios— hasta los tiempos de la conquista romana.

También Estrabón, hablando de la Turdetania destacaba, además de su riqueza agropecuaria, la abundancia de minerales..., motivo de admiración, pues si toda la tierra de los iberos está llena de ellos, no todas las regiones son a la vez tan fértiles y ricas..., ya que es raro se den ambas cosas a un tiempo y que en una pequeña región se halle toda clase de metales” (Estr. 111,2,8). Presentaban una economía básicamente basada en los cereales, la vid y el olivo (cultivos que introdujeron y potenciaron los cartaginenses), y exportaban trigo, mucho vino y aceite, este último en cantidad y calidad insuperables. En nuestra región, la explotación intensiva de las minas y el desarrollo de una importante metalurgia contribuyó a la fabricación de armas (que se destinaban a los ejércitos cartaginenses) y perfeccionamiento de la orfebrería.

Tampoco acusan los turdetanos la importante eclosión de la estatuaria ibérica antigua, ni adoptan el idioma, ni el nuevo alfabeto ibérico, conservando tanto su propia lengua (de filiación indoeuropea antigua, según Untermann, Correa..) como el viejo signario tartessio, siendo así el único pueblo íbero que no llega a adoptar el alfabeto de los íberos. Se trata sin embargo del pueblo más civilizado de la península a la llegada de los romanos. Sociedad dividida en clases y estructurada en territorios a cargo de régulos, que vivían rodeados de lujo a la manera de los déspotas orientales, según Atheneo. De extraordinaria riqueza en agricultura (olivo, cereal, vid, hortaliza...), y urbanismo (pueblo con mayor número de ciudades de Hispania); con industrias derivadas de todas estas actividades: elaboración de aceites y vinos.

Autores como Serrano Ortega, y después de él muchos más, siguiendo la Cosmografía de Claudio Ptolomeo, uno de los eruditos más notables de Alejandría, situaron la ciudad turdetana de Osca como base de la actual Umbrete, aunque esto no está del todo probado, por lo que no deja de ser una mera especulación.

No obstante, los 5° 37º 15’ de longitud y latitud que aporta en el siglo II d.C. el geógrafo y astrónomo greco-egipcio sobre su localización en la derecha del Guadalquivir, se acercan mucho a las coordenadas de la población de hoy. La imagen que Ptolomeo forjaba de tierras lejanas es, sin duda, fantástica, mientras que la descripción de la cuenca del Mediterráneo revela la exactitud, notable para la época, de sus fuentes, y por ello fueron utilizadas como mapas militares del Imperio Romano.

Puede inducir a confusión la Osca de los turdetanos (que se asentaba sobre la actual Umbrete) con la Osca romana (también denominada Bolskan –Huesca-), y de hecho algunos autores parecen no tenerlo claro. Son las referencias de Ptolomeo los que hacen un localización diferencial de la ceca umbreteña.

Para Serrano, ya citado, Osca batía moneda autónoma, quizás confundido con la Osca oscense (en el siglo I a.C., se elegían retratos de divinidades o figuras alegóricas -Marte, Victoria, Hércules, Sol, Concordia, etc.- o el retrato del emperador victorioso (Augusto) para el anverso de las monedas, y en los reversos continuó utilizándose la simbología local del jinete ibérico- ), aspecto que no encontramos en otros textos, teniendo importancia bajo la dominación romana y “habiéndose encontrado en todo tiempo en sus alrededores restos arqueológicos de las pasadas centurias, en mármol, de los que algunos pasaron a adornar el Palacio que la Mitra de Sevilla posee en dicho lugar, a más de los muchos que se llevaron de Itálica a igual fin, como estatuas y columnas, de las que muchas han pasado a la capital para adorno de paseos y jardines públicos”.

A raíz de la primera guerra púnica, allá por el 241 a.C., los cartagineses pierden el control sobre sus principales posiciones en el Mediterráneo, y Turdetania (la Andalucía de la época) después de sufrir por espacio de más de dos siglos y medio el yugo cartaginés, aprovecha para sublevarse.

En el año 206 a.C., en el marco de la segunda guerra púnica, Publio Cornelio Escipión “el Africano”, a raíz de la derrota que infligió a los cartagineses en Ilipa Magna (Alcalá del Río), estableció un contingente de soldados veteranos en Itálica, a pocos kilómetros de Sevilla, y se produce un nuevo proceso colonizador. Las tropas romanas, al mando de Escipión, conquistan un ansiado objetivo: Turdetania, que pasa a convertirse por la fuerza de las armas en provincia romana.

En el año 197 a.C., los romanos hacen una primera división de la península en dos provincias: la Hispania Citerior (más septentrional) y la Hispania Ulterior (la más al sur). Esta división está en vigor hasta el siglo I, en el que Augusto hace una nueva división de sus provincias. Hispania se divide en tres provincias: Bética, Tarraconense y Lusitana.

La Iberia turdetana pasó así a constituir la provincia Bética, nombre que recoge del río que la cruzaba, el Betis (Guadalquivir). Aproximadamente el 80% de la Bética estaba integrada por el territorio andaluz.

Tras haber realizado sus campañas contra los cartaginenses, y una vez pacificada la Bética, Escipión funda en el 205 a.C. para sus veteranos, antes de abandonar Hispania, la primera ciudad romana de la Península, que recibe el nombre de Vicus Italianensis (Itálica). Esta colonia, con categoría de municipio, se hallaba en la orilla derecha del Guadalquivir, a pocos kilómetros de Hispalis, la actual Sevilla. Itálica, localizada en el actual municipio de Santiponce, a pocos kilómetros de Umbrete, se originó como fortaleza fronteriza para convertirse paulatinamente en un núcleo cultural de gran importancia, que sería cuna de los emperadores Adriano y Trajano, y por esta causa, en el centro del que irradiaría todo el proceso romanizador de toda la zona. Sin duda, se trata de un lugar de visita obligado para todos aquellos que quieran comprender el alto grado de desarrollo que alcanzó la provincia Bética durante la época imperial, y vivió días de esplendor durante los siglos II, III y IV d.C.

Hacia el año 206 a.C., los púnicos abandonan definitivamente la Península y los romanos, al menos en teoría, ocupaban toda la Bética. Hacia el año 179 a.C. termina la conquista, la rapidez de la conquista se debe a una serie de factores: el interés romano por la zona más rica de la Península, la falta de una acción común indígena y a la atracción de las oligarquías indígenas por parte romana. Los primeros intentos de los pueblos turdetanos por intentar liberarse de la dominación romana fueron reprimidos duramente por importantes contingentes militares. No obstante, con tal de pacificar definitivamente la zona cuanto antes y al menor costo posible, la metrópoli llega a un pacto con los pueblos y ciudades de la Bética, concediéndoles cierta autonomía. Y es aprovechando aquella autonomía pactada, que la esencia fundamental de la identidad autóctona no pudo ser destruida; y aunque tuvo que utilizar instrumentos de expresión impuestos por el extranjero, los andaluces de la Bética desarrollaron formas culturales de suma importancia.

También a fines del siglo III a.C. comenzaría la reconstrucción de la propia Hispalis, tras ser arrasada por los cartagineses. Su nombre apareció por vez primera en la historiografía antigua en el año 49 a.C., cinco años antes de que Julio César le concediera, con motivo de su victoria sobre Pompeyo, el estatuto de Colonia. A finales del Imperio, y al decir del poeta galorromano Ausonio, Hispalis se había convertido en la urbe más importante de Hispania y en la undécima del mundo.

La ciudad (municipios o colonias) era la unidad político-administrativa básica del sistema romano. Comprendía no sólo el núcleo urbano, sino también los núcleos rurales situados en las tierras bajo su independencia. Bajo la administración romana, la economía hispana creció de forma considerable. En las grandes explotaciones agrarias (latifundios) se producía trigo, aceite y vino, que se exportaban, en gran parte, al resto del Imperio.

Fueron los romanos los que después propagaron el cultivo del olivo por tierra mediterráneas europeas, mientras que los tirios, de origen fenicio y fundadores de Cartago, lo hicieron por el norte de África. Cuando los romanos vencen a los cartagineses y se apoderan de lo que hoy son los países de Magreb, había en Tunicia extensos olivares; los cartagineses fueron buenos agricultores y transmitieron sus saberes y experiencias a las tribus bereberes y númidas de lo que hoy constituye el oriente de Argelia. El cultivo del olivo, como el de la vid y otros frutales, contribuyo a la senderización de las tribus nómadas norteafricanas. Los nuevos conquistadores, los romanos, estaban tan interesados en la agricultura como los propios africanos sedentarios; los primeros porque deseaban mantener la paz y muy especialmente el abastecimiento de las ciudades y legiones del imperio, y los segundos porque querían enriquecerse aprovechando la coyuntura de la paz que solo los romanos podían garantizar frente a las invasiones de tribus nómadas. Todas estas circunstancias contribuyeron a la mejora del cultivo del olivar.

En torno al año 100 a.C., los romanos fomentaron en Hispania la explotación de los cultivos de la vid y del olivo. El cultivo de la vid ya era usual antes de la invasión romana. La calidad y los bajos precios de los caldos españoles se ganaron desde un principio el aprecio de Roma, cuyas restricciones en el ámbito de la importación no afectaron a los vinos de nuestra tierra, que fueron objeto de alabanza de numerosos autores romanos, como Plinio el Viejo. Respecto al olivo, éste también se conocía en época ibero/turdetana, pero los romanos ampliaron su cultivo en la Hispania Ulterior (la España meriodional), lo que dio origen a grandes villas, que luego se convirtieron en latifundios, dedicados exclusivamente al cuidado de vastos territorios de olivares. El aceite extraído de los cultivos hispánicos se exportó a Roma, donde gozó de gran aceptación, pues parece que se le consideraba más fino que el que provenía de Italia. Aparentemente, en la Ulterior fue frecuente el cultivo simultáneo de vides y olivos, con lo cual la región disfrutó de los beneficios que le aportaban ambos productos que, con tanto empeño, los romanos habían conseguido extender.

Los romanos que llamaron al Aljarafe sevillano “Vergentum” y “Huerta de Hércules”. Allí dedicaron un templo entre bosques, al dios solar, llenando sus rincones de villae rústicas y de placer. En esta época, parece que lo que hoy es Umbrete fue una villa agrícola romana. Aquellas casas de labor de la romanidad estaban enlazadas entre sí por una red infinita de caminos, senderos y cañadas. Los patricios romanos habían conseguido poner en marcha, en grandes extensiones rurales, la olivicultura, la viticultura y la ganadería. Es entonces cuando, según Julio González, se forja el topónimo de Umbrete, que se refiere a los sufijos -itum o -etum, predominantes en las fundaciones de la alta Edad Media, empleados para indicar agrupaciones de ciertas plantas, “los castellanos en tierras de Sevilla vieron algunos nombres formados con palabras latinas, tal como umbra (Umbrete)”, aunque por más que hemos indagado en prestigiosos diccionarios de aquella lengua no hemos conseguido averiguar esa acepción, aunque sí otras, predominando la de “lugar umbrío”, a la sombra, quizás por los muchos árboles de sus predios, auténticos bosques en la época romana. No en balde, el pinar fue y sigue siendo muy abundante en su término. García de Diego también hace provenir Umbrete, cuya forma antigua era Umbret, de un posible Umbretum latino.

La presencia de Roma en la Península Ibérica se prolonga desde finales del siglo III a.C., momento en el que se inicia la conquista, hasta principios del siglo V d.C., cuando el desmembramiento del Imperio Romano favoreció el asentamiento en Hispania de algunos grupos de pueblos germánicos. Durante este tiempo, la Península fue un territorio más, dentro de un imperio que abarcaba la totalidad de las tierras que bordeaban el Mediterráneo.

Desde la Bética romana hasta Al-Ándalus hay un intervalo de tres siglos marcado por la crisis del Sistema romano y la presencia epigonal visigoda. Es este un periodo de estancamiento y oscuridad que prepara la transición revolucionaria a un nuevo estado civilizatorio.

A partir del 410, los pueblos germánicos (destructores de gran parte de la cultura mediterránea de la época) invaden la península Ibérica. En el año 411, los vándalos silingos se apoderaron de la provincia Bética. La toma de Hispalis por Gunderico se produjo en el 426. Estas "bárbaras" huestes abandonaron la región en el 429. Pocos años después aconteció la ocupación de Sevilla por el suevo Réquila, por fortuna también transitoria.

Mayor repercusión tuvo la etapa de dominación visigoda. Los visigodos hacen su aparición alrededor del año 425 d.C. en la Península Ibérica, en nombre del Imperio para expulsar del territorio andaluz a los vándalos. En efecto, coincidiendo con el reinado en Constantinopla del emperador Justiniano (527-565), los visigodos se replegaron sobre Hispania desde la Galia. Durante el tiempo en que los visigodos controlaron la península se mantuvieron las divisiones territoriales romanas. Será Leovigildo quien intente hacer un reino territorial. Se forma así la idea de una comunidad histórica de origen romano: Hispania.

En la época visigótica también fue avanzando el cultivo del olivo, que se extendió incluso a zonas de montaña y de clima poco favorable. San Isidoro de Sevilla señala en el siglo VI que la sombra de los olivos cubría el suelo de España. Probablemente, el asentamiento humano de Umbrete continuó su labor agrícola, como lo venía haciendo desde la época romana.

Uno de los sucesos que en mayor medida conmovieron los cimientos de la Sevilla visigoda fue la sublevación política encabezada por Hermenegildo, convertido al cristianismo, contra su padre el rey Leovigildo. Con la conversión de Recaredo al catolicismo en el año 589 se alcanzó no sólo una paz religiosa, sino también política, con lo que Sevilla gozó de su máximo apogeo.

A partir de la segunda mitad del siglo V se abre un periodo de cierta independencia para las ciudades turdetanas romanizadas. Este periodo estuvo marcado no obstante por el manifiesto interés de la monarquía visigoda en someterlas a su dominio. Los godos aumentarán su presión a partir del año 543, pero las ciudades andaluzas se mantuvieron en una rebeldía continua por su independencia y libertad, manteniendo relaciones con Bizancio, el otro eje de la mediterraneidad. El territorio andaluz sólo será dominado, aunque en precario, a partir del 570, coincidiendo con una mayor centralización del poder godo.

Umbrete en la Edad Media

En el año 710 se produce la muerte del rey visigodo Witiza, que nombró a uno de sus hijos heredero al trono, lo que vino a romper con la tradición sucesoria, lo que provoca luchas internas de poder. La familia de Witiza, solicita la ayuda de los musulmanes que recientemente habían conquistado todo el Norte de África, y a los que en su vocación expansionista el salto a la península encajaba plenamente para la conquista de Occidente.

De esta forma, en el 711, un ejército de árabes y bereberes bajo el mando de Tarik cruza el estrecho de Gibraltar y vencen al ejército de Rodrigo, el último rey visigodo, lo que iniciaba la conquista de la Península, que se produjo en un periodo de tiempo excesivamente corto, teniendo en cuenta que se trataba de un vasto territorio y un ejercito poco numeroso. Sin duda, la causa de esta conquista relámpago, de forma casi incruenta, fue la escasa resistencia que opuso la población autóctona, que en muchas ocasiones había sido peor tratada por los reyes visigodos que por los árabes, los cuales fueron respetuosos con los señores y con la Iglesia, permitiéndoles mantener su organización y privilegios. Por ello, la dureza de los sistemas sociales previos convierte a los musulmanes en libertadores.

Las tierras dominadas por la fuerza de las armas, pasaban a propiedad de los musulmanes, que las administraban permitiendo a sus ocupantes originales permanecer en ellas, siempre que pagaran un tributo en concepto de arrendamiento. En los territorios dominados a través de pactos de capitulaciones, los propietarios mantenían su derecho de acuerdo con lo pactado, aunque también pagaban un tributo de acuerdo con lo convenido, y se sometían a la autoridad de los musulmanes. Por el contrario, en el caso de los tratados de paz, el territorio gozaba de cierta autonomía, permaneciendo en una situación de protegidos-aliados, a los que se garantizaba libertad religiosa, libertad personal y el mantenimiento de sus propiedades, si bien, tenían que pagar tributo a los árabes.

En estas circunstancias, la mayor parte del territorio, firmo pactos de capitulaciones, tal fue el caso de Sevilla.

Durante los cinco siglos de dominación islámica, Sevilla desempeñó un papel político y cultural de primer orden. El nombre romano de Hispalis se trocó por el de Isbiliya, desde que la ciudad fue conquistada en el año 712, tras el asedio de Musa ben Nusayr. En el transcurso de los siglos VIII y IX, numerosos contingentes árabes fueron asentándose en Sevilla, especialmente de yemeníes y kalbíes, con supremacía de los primeros, que se fueron mezclando con la población autóctona. El elemento árabe fue, en todos los tiempos, predominante en Sevilla y su tierra, y algunas familias desempeñaron un papel político, muy importante, hasta el siglo XI. Destacaron, entre los yemeníes, los Banu Hawzan, Banu Jaldun, Banu ‘Abbad y Banu l-Hayyay; y entre los kalbíes, los Banu Hazm, Banu l-Yadd y Banu Sur. En el valle del Guadalquivir, en sus tierras bajas, encontramos representantes de los grupos de Lajm, Hadramawt, Yahsub y Tuchib, entre otros.

Tras la dominación del territorio, se produce la recepción de un fuerte contingente migratorio de árabes, en grupos de distinta procedencia. Musa ibn Nusayr, con un nuevo ejército de árabes, avanza por Medina Sidonia, Sevilla y Mérida, encontrando gran resistencia. No obstante, sale victorioso y en 713 incorpora Sevilla al Islam, continuando hasta Toledo hasta confluir allí con el jefe bereber Tarik , que había seguido la ruta de Córdoba. Con ello, la dominación árabe, se implanta en todo lo que se dio en llamar Al-Ándalus. Este hecho va a suponer una transformación histórica para Andalucía, al quedar inserta en el gran Imperio Islámico y separada de la civilización occidental a la que hasta entonces había pertenecido. Las grandes zonas de poblamiento árabe estaban en la actual Andalucía.

Entre el 714 y el 755, Al-Ándalus estuvo gobernada por walis dependientes de Damasco, en medio de un clima de constantes tensiones. El inicio de la época de estabilidad comenzó con la llegada a la Península de la dinastía Omeya, que convirtió el territorio en un emirato independiente, que gobernó hasta el 912. Aunque en un principio se organiza el territorio sobre la base de los condados y obispados visigodos, los musulmanes imponen una nueva regionalización, sin tener en cuenta la romana, sobre todo en el sur. El número de provincias de la España musulmana es variable , y aunque en principio se dividen en seis, con el paso del tiempo se llega a tener más de 20 provincias, a las que hay que llamar coras.

Las villas romanas del Aljarafe fueron ocupadas por los árabes, quienes bautizaron la región con el nombre con que hoy se la conoce (al-Saraf, otero, terreno elevado), impulsando su agricultura con la erección de acequias y la plantación intensiva y extensiva de olivares, higuerales y viñedos: estos últimos, pese a la prohibición coránica, abastecerían de caldos a la mozarabía y a los propios musulmanes impregnados del influjo local. Las casas de labor de los romanos pasaron a convertirse en alquerías islámicas. Los restos arqueológicos de origen andalusí, hallados recientemente en la Hacienda de Lópaz, en el término municipal de Umbrete, ponen de manifiesto la existencia en esta zona de una alquería musulmana de explotación agrícola.

Con la dinastía andalusí de los Omeya, en Al-Ándalus se alcanzan las más altas cotas en las ciencias, la filosofía, las artes y la técnica; y todo ello en total contraste con la situación existente en el resto de la Península y Europa. La aportación andaluza a los pueblos en todas las materias antes citadas fue de un valor extraordinario para el posterior desarrollo de éstos. En Sevilla, Al-Mutamid, El Edrisi, Ibn-Saffar, El-Himyari o Al-Saqundi, entre otros poetas, historiadores y visionarios, ennoblecieron con sus cantos y relatos las excelencias del feraz territorio, describiéndolo como un inmenso mar de olivos que se extendía hasta la amurallada Niebla, como un verde tapiz donde la luz apenas podía penetrar.

Es este un período donde se práctica en toda Al-Ándalus, de forma muy acusada, la estrecha convivencia e interinfluencia entre los diversos grupos étnicos que poblaban su territorio, y que podían diferir en aspectos superestructurales, como la religión, pero que participaban de una estructura cultural común de mediterraneidad. Además, la práctica de la solidaridad con otras etnias y pueblos no mediterráneos es otro dato importante que nos ofrece la historia. En definitiva es en esta época cuando la sociedad andalusí conoce su máximo esplendor.

La tremenda riqueza de Isbiliya y de las alquerías de su provincia siempre destacó entre todo Al-Ándalus. Por ello, se alternaron largos periodos de tranquilidad con época de amotinamientos (el yemení Sa'id al Yashubi, en 773) e invasiones (normandos, en el año 844, provocando un mes y medio de saqueos por toda Andalucía occidental), siendo salvada por las tropas cordobesas de Abd al-Rahman I y Abd al-Rahman II, respectivamente.

En el 929, Abd al-Rahman III rompe su dependencia formal con Bagdag, y se proclama califa independiente de Damasco. Comienza así una nueva etapa en Al-Ándalus. Pero a la muerte del Omeya Al-Hakam II en el año 976 entra en grave crisis el Califato andalusí. Las luchas internas por ocupar parcelas de poder es a partir de entonces toda una constante.

La dinastía abbadí funda en 1023 el reino de Sevilla, independizándose así de Córdoba. La irremediable caída del califato Omeya cordobés en 1035 provocó la desintegración de la unidad territorial andalusí, surgiendo una serie de reinos independientes (taifas), entre los cuales se encontraba el de Sevilla. Durante el período de gobierno de los monarcas abbadíes, Isbiliya alcanzó no sólo su máxima expansión territorial, conquistando otras taifas, y llegando así desde el Algarve hasta Murcia, sino también una total preponderancia sobre las demás. Inolvidables resultaron los reinados de al-Mutadid (1042-1068) y, sobre todo, el de su hijo al-Mutamid (1068-1091), el rey poeta que acabó tristemente sus días desterrado en Agmat, recordando las excelencias de Isbiliya.

Paralelamente, una intensa presión militar y tributaria hizo que el reino sevillano estuviera hipotecado al de Castilla y León. Para frenar el ansia expansionista de Alfonso VI, los reyes musulmanes de Badajoz, Granada y Sevilla, entre otros, acordaron pedir auxilio del exterior, y no había otra fuerza más próxima que la de los beréberes africanos almorávides. A la postre, el poder almorávide se revolvió contra los propios reinos de taifas, adueñándose de Sevilla en el 1091.

La extremada rigidez religiosa y la intolerancia social impuestas por esta dinastía desencantó al pueblo. Todo ello, unido a la amenaza que representaba el rey castellano Alfonso VII, provocó la llegada al país de los almohades, quienes desembarcaron en Cádiz en 1146, e impusieron en 1163 a Sevilla como capital administrativa de Al-Ándalus. Por fin llegaron los días de bienestar y prosperidad.

La agricultura mejoró su producción gracias al regadío (recuperación de técnicas de regadío romanas), para lo que fue necesario la implantación y construcción de norias, acequias y canales, los tres métodos principales introducidos en esta época. Esto permitió obtener un gran rendimiento de la tierra y abastecer la amplia población urbana y la introducción de nuevos productos y prácticas hortícolas hasta entonces desconocidas. Adquirieron especial importancia aquellos productos de rentable comercialización (aceite, vino, naranjas, hortalizas, etc.) o de utilidad artesanal.

Los árabes no solo mejoran las técnicas de cultivo, de irrigación de la tierra y de elaboración del aceite, sino también las de fabricación de grandes tinajas para su almacenamiento. Ellos fueron en gran parte los descubridores de los usos medicinales, cosméticos y culinarios del aceite, algunos de los cuales todavía siguen vigentes en la actualidad. El cultivo del olivo mejoró mucho durante el califato de Córdoba; el valle del Guadalquivir albergaba, sin género de dudas, las mejores explotaciones oleícolas conocidas.

Al contrario de lo que sucedía con el cereal, el aceite producido en Al-Ándalus era exportado en grandes cantidades fuera de sus fronteras. Sin duda alguna, la zona productora de aceite más importante de la península estaba el Sevilla, concretamente en la comarca del Aljarafe, superando incluso a la cora de Jaén, cuya producción estaba muy por debajo. Dice al-Razi: “El Aljarafe tiene 45 millas de largo por otras tantas de ancho; produce un aceite excelente que los barcos exportan a Oriente; su producción es tan abundante que, si no se exportase, los habitantes no podrían guardarlo ni obtener de él el menor precio” Al-Udrí añade a estos datos que el aceite aljarafeño “conserva su olor claro y su dulzura durante varios años, sin que pierda su sabor o se vuelva espeso”. En general, la mayor parte de los geógrafos describen al Aljarafe como un inmenso campo, todo cubierto con el verde tapiz de los olivos. Hacia mediados del siglo XII, Abu Sacaría señala la enorme extensión ocupada por olivares que rodeaban Sevilla y la excelente calidad del aceite elaborado en esta zona. Tanto progresó la oleicultura andaluza bajo la dominación musulmana, especialmente en la región del Aljarafe, convertida en un frondoso bosque olivarero, que los vocablos ajarafe o jarafe , se utilizaron como sinónimo de olivar bien cultivado.

Destacó también el cultivo de viñedos y la elaboración de sus vinos, cosechando unos caldos muy reputados por su calidad y abundancia, que podía conservarse sin fermentar durante un año a bajas temperaturas y con el nombre de “mosto”, y a día de hoy se sigue celebrando como una peculiar tradición vinícola arraigada en la historia del Aljarafe conocida en la época andalusí bajo el término de “al-mustar”.

El papel del vino en la literatura árabe clásica que dedicó miles de poemas, novelas y prosas en resaltar sus alegrías y apreciar su acoplamiento a la diversión y al ocio, llegando a plasmarse como estilo literario denominado “al-jmriyar” (la poesía consagrada al vino). El último rey poeta de Sevilla, al-Mu'tamid b. abbad efectuaba con frecuencia salidas de recreo por el Aljarafe en compañía de su favorita la reina I'timad al-rumayqiya y sus más allegados amigos, donde aprovechaban la sombra de sus árboles y la belleza de sus flores y el cante de sus pájaros para pasar el día degustando los mejores vinos y componiendo versos poéticos.

En la elaboración del mosto, se seleccionaba una vid denominada por los aldeanos como “al-kurum” (la cepa primeriza). Según Ahmed Tahiri, la propiedad más notoria del Aljarafe se llamaba “demnat al-Balaqi” dependiente de la hacienda conocida como “Masyar al-Balaqi” (Cortijo de Majalbarraque), cuya localización coincide con el actual término de Umbrete, que supo conservar hasta la actualidad la histórica y original tradición del mosto.

No obstante, el cultivo de la vid estuvo a punto de sufrir un significativo retroceso en la época califal, por cuestiones religiosas, ya que el Islam proscribe el consumo del vino. Pero es de sobra conocido que, a pesar de esta prohibición, los árabes y bereberes de Al-Ándalus incorporan esta bebida a su dieta, a imitación de lo que hacían judíos y cristianos. Incluso parece que el cultivo de la vid experimentó una cierta expansión en época musulmana, pues no hemos de olvidar además el consumo que se hacía de uvas frescas y pasas. Se dice en algunos libros que el Aljarafe era la segunda comarca productora de vinos de Al-Ándalus, por detrás sólo de Cádiz, que tenía una cepa propia. Es cierto que algunos manuales de almotacenes prescribían severas medidas contra la venta y consumo de vino; por ejemplo, en los Ahkam al-suq de Yahyà b.‘Umar se ordena la destrucción de ciertos calderos de cobre que, al parecer, sólo se utilizaban para contener el vino, con el fin de impedir su consumo; asimismo, la Risala de Ibn'Abd al-Ra'uf prohibía a los musulmanes comprar vino de un cristiano so pena de derramarle el preciado líquido, castigarle y emplear su precio en limosnas; según este mismo texto, se desaconsejaba a los musulmanes tomar asiento ante las casas de los judío s sospechosos de vender vino. Se podrían aducir muchos más ejemplos. Así, el califa Al-Hakam II (hijo de Abd al-Rahman III) decide en el 966 el arranque de los viñedos del país, medida que por ilusoria le fue desaconsejada por los que estaban a su alrededor. Por tanto, debían existir viñedos en todos los lugares, al pie de las laderas cubiertas de olivos, aunque su cultivo sería más intenso allí donde las comunidades cristianas fuesen más importantes.

Tras la derrota almohade de las Navas de Tolosa, en 1212, la presión de los reinos cristianos del norte fue haciéndose cada vez más fuerte, y las diferentes taifas fueron siendo conquistadas. El 23 de noviembre de 1248, las tropas cristianas del rey castellano Fernando III entran triunfales en Sevilla, una ciudad fantasma en la que han sido obligados a salir todos sus habitantes.

Con la conquista armada de la Andalucía del Guadalquivir en el siglo XIII por parte de las tropas cristianas mesetarias y montañesas, los andaluces de la época son anexionados violentamente y puestos bajo una instituciones políticas, jurídicas y religiosas extranjeras: las de la Corona de Castilla.

La Andalucía del Guadalquivir fue concebida, desde su conquista, como una parte diferenciada de los restantes territorios del reino castellano, dotada, por tanto, de personalidad propia. La región, por lo tanto, fue considerado como un espacio unitario denominado genéricamente Andalucía. Ahora bien, a efectos administrativos, no se respetó la unidad histórica de la región. Por el contrario, Andalucía, concluidas las grandes campañas de Fernando III, aparece ya dividida en tres reinos –los de Jaén, Córdoba y Sevilla- que agrupaban, en desigual proporción, la totalidad del territorio conquistado.

Comienza para Andalucía un período oscuro donde sus fértiles tierras son repartidas entre los conquistadores feudales y repobladas por cristianos mesetarios y montañeses, mientras a la población autóctona se le condena generalmente a la esclavitud.

Como hemos dicho antes, el avance castellano bajomedieval se hizo patente, sobre todo, con la conquista del valle del Guadalquivir, paso inevitable que aseguraría el dominio del Estrecho, por donde penetraban con facilidad los contingentes militares musulmanes del otro lado para fortalecer los ejércitos de sus hermanos de religión. Y entre todas las ciudades que jalonaban aquella magna empresa sobresalía la amurallada Sevilla. Situada en un llano, esto podría favorecer la ilusión de un rápido saqueo, pero determinadas circunstancias geo-topográficas aseguraban lo contrario. El gran río ofrecía una barrera natural que no pasó desapercibida para los estrategas cristianos, y, por otra parte, su navegabilidad permitía la llegada de refuerzos del exterior. De otro lado, la vecina comarca del Aljarafe proporcionaba los avituallamientos necesarios para soportar un cerco prolongado. De esta manera, los reconquistadores cambiaron hasta el paisaje. Cientos de miles de hectáreas cubiertas de frondosos bosques fueron incendiadas para evitar el refugio de los perseguidos. La represión de las tropas castellanas provocó un desastre ecológico de tal magnitud que sus graves consecuencias aún hoy son evidentes.

Así las cosas, Fernando III envió en 1246 varias expediciones de castigo sobre los campos de Jerez y Carmona, dirigiendo después muchos efectivos a devastar el Aljarafe, al propio tiempo que permitía el aprovisionamiento de sus mesnadas. Dos años después se dispusieron campamentos en Tablada y Aznalfarache, con lo que se controlaron las salidas de la ciudad, quedando ésta totalmente separada de su región nutricia. Desde agosto de 1247, los cristianos, tras haber conquistado casi todas las poblaciones de los alrededores, tenían Isbiliya cercada y los ríos bloqueados. Completamente aislada, Sevilla se rindió capitulando sin condiciones y teniendo sus moradores que abandonarla sólo con sus bienes muebles y semovientes, tras de lo cual, el 23 de noviembre de 1248, su conquistador haría en aquella entrada triunfal. Los cristianos ocuparon definitivamente Isbiliya, a la que llamaron Seuilla, el 22 de diciembre.

Aquellas casas de labor de la romanidad, enlazadas entre sí por una red infinita de caminos, senderos y cañadas, y convertidas luego en alquerías andalucis, dieron lugar, tras la conquista que los cristianos hicieron de la comarca en el siglo XIII, a muchos de los actuales pueblos y ciudades del Aljarafe, o se quedaron simplemente cumpliendo la misma función primitiva de haciendas olivareras. Otros enclaves rurales no tuvieron tanta suerte y se fueron despoblando, bien por epidemias frecuentes y devastadoras en otras épocas, o por la cercanía de algún núcleo importante de absorción. Así, en la toponimia antigua sonaban nombres, hoy sólo en el recuerdo, como Lópaz, Rianzuela, Heliche y Torrequemada.

La alquería primitiva de Umbrete se va transformando a partir de la repoblación del siglo XIV, hasta dividirse en tres sectores, definidos por los caminos de enlace con las poblaciones vecinas (Benacazón, Sanlúcar la Mayor y Bollullos).

Centro administrativos de primer orden que lo fueron en las épocas romana y musulmana, siguieron ostentando esa distinción en adelante como Aznalcázar, Sanlúcar la Mayor y San Juan de Aznalfarache, quedando una cuarta Tejada convertida en “campo” yermo. Los restantes pueblos, veinticinco en total, cuyo índice demográfico es de los más elevados de la península, mantienen, pese a su cercanía, características originales.

En el Aljarafe islámico existían multitud de pueblos, que algunos cuentan por miles. Lo cierto es que debió estar densamente habitado como demuestra el repartimiento que se hizo tras la toma de la capital, donde aparecen reseñadas numerosas agrupaciones humanas dedicadas sobre todo al laboreo agrícola, siendo la alquería la mínima expresión resultante, algo así como un cortijo cerealero o una hacienda de olivar de nuestros días. Y como alquería musulmana se reseña Ombret la actual Umbrete. La mayor riqueza agrícola de la Sevilla islámica radicaba en las enormes extensiones de olivar del Aljarafe, del que se extraía un aceite de primera calidad, dulce, transparente, e inalterable con el paso del tiempo. Del volumen e importancia que pudo alcanzar la producción y el consumo de aceite da idea el hecho de que, al tiempo de la conquista cristiana, Fernando III concedió a la catedral sevillana los diezmos de los donadíos, excepto los del aceite, que los retuvo para la corona.

La ruta de Poniente continúa encontrándose con el Aljarafe, el iqlim o distrito rural más rico y elogiado de la Sevilla islámica. Durante siglos, estas feraces tierras rojizas fueron paraje predilecto de la aristocracia sevillana, que poseyó aquí fincas y casas de recreo. El Aljarafe adquirió fisonomía definitiva de época islámica, antes de su reparto entre los conquistadores cristianos, bajo la presencia de los almohades, que dejaron apreciables vestigios.

Así, San Juan de Aznalfarache se convirtió en una de las cuatro cabeceras del Aljarafe a fines del siglo XII. Conserva todavía algunos lienzos de las murallas que cercaban una de las más esplendorosas almunias, o casa de recreo suburbana, mandada construir en 1193 por el califa almohade, Yaqub al-Mansur, desde su corte de Marraquech.

Adentrándose por un camino rural a pocos kilómetros de Bollullos de la Mitación, se halla la Ermita de Cuatrovitas, raro y encantador vestigio de una alquería musulmana que acabó despoblándose. La ermita no es sino la mezquita, apenas modificada, de esta población yerma. 
La herencia almohade se ve también en la rica arquitectura del Aljarafe, cuyos patrones estilísticos derivan directamente de las fórmulas musulmanas. Muestra de ello son las ermitas de los despoblados de Gelo y Castilleja de Talhara, así como las iglesias de otras dos poblaciones que fueron cabeceras de comarca en época medieval: Aznalcázar (de Hisn al-qasr, el castillo del palacio) y Sanlúcar la Mayor. De las recias murallas de tapial y ladrillo que protegieron Sanlúcar, surgida de una alquería llamada Solúcar, se han mantenido, maltratadas por el tiempo, el tramo conocido por murallas de la Cárcava, cerca de la iglesia gótico mudéjar de San Pedro, cuyo campanario aprovechó el fuste de un alminar islámico.

En dirección a Niebla, hacia el oeste, más allá del valle del Guadiamar, se extienden los campos de Tejada, hoy Tejada la Vieja. Sobre una loma permanecen los restos de su fortaleza de tapial, uno de los castillos que integraron su red defensiva. A esta red también pertenecieron el fortín, quizás almohade y la singular construcción, quizás un ribat o un granero fortificado, convertida en iglesia de San Bartolomé de Villalba del Alcor.

Una vez concluida la conquista de Sevilla, el rey santo y, poco después, tras fenecer, su hijo y sucesor Alfonso X, llamado “El Sabio” (que siempre sintió verdadera debilidad por esta tierra), se emplearon en repartir la ciudad y su tierra con el fin de crear una población estable y asentada que asegurase la invasión a la manera de otras empresas anteriores de avance realizadas por los castellanos y aragoneses. La Iglesia no podía estar ajena al deseo de dotarla de todo lo necesario para su sustento, contando con el entusiasmo del rey sabio y del arzobispo hispalense don Remondo (como se conocía a Raimundo de Losaña, el número 53 que accedía a la mitra sevillana). Así, entre 1253 y 1280, como señala Ladero Quesada, o entre 1258 y 1279, es decir, cuando el fenómeno partidor estaba ya avanzado, según asegura González Jiménez, se produce el heredamiento de la Iglesia sevillana y en lo que refiere a Umbrete ésta le fue cedida a cambio de 3.000 maravedíes de juro sobre las rentas reales de Tejada, Aznalcázar y Sanlúcar la Mayor: “ E dióle el rey a Ombret, a que puso el rey nombre La Mesa del Arzobispo – que no prosperaría- e después dio el rey este heredamiento a la iglesia de Sevilla: Lupas, que había el rey apartado para sus galeas -galeras-, en que había veinte mil pies e diez mill quemados, e por medida de tierra ochocientas e diez y seis arançadas, e que lo ociese el cavildo”.

La vinculación de la villa de Umbrete con la Mitra sevillana se remonta, pues, a los años de la conquista, cuando Fernando III y después Alfonso X se emplearon en repartir la ciudad y sus tierras con el fin de crear una población estable que asegurase la invasión, empresa en la que contaron con la colaboración de la Iglesia y de su cabeza en la ciudad, el arzobispo don Remondo.

 

Pero la donación de Umbrete quedaría, según parece, suspendida, al existir una merced posterior, de 21 de noviembre de 1260, a modo de confirmación, en la que el rey cede a don Remondo y al cabildo catedralicio, la villa y castillo de Cazalla, la villa de Brenes, la aldea de Tercia y la alcaría o alquería de Umbrete, con la condición de que éstas deberían regirse por el fuero de Sevilla y, por lo tanto, apelando a su concejo: “Damos e otorgamos a vos don Remondo, arzobispo de Sevilla, e al cabildo de esta eglesia misma, e a todos vuestros sucesores, el nuestro castillo e la nuestra villa que dicen Cazçalla, e la nuestra villa que dicen Brenes, e la nuestra aldea que dicen Tercia, e la nuestra alcaría que dicen UMBRET. Y si algunos privilegios de algunas castas demos destos lugares sobredichos, revocamoslas e mandamos que no valgan daquí adelante, ni puedan embargar esta nuestra donación en según tiempo”.

En 1261, celebrada la concordia entre don Remondo y el cabido, Umbrete quedó en manos del arzobispo, según documentos del 21 y 22 de noviembre de aquel año. En 1279 Cazalla sería trocada por Almonaster y la aldea de Zalamea, además de la propia Umbrete, Tercia, Brenes y Solúcar Albaida, dos años después de que pasasen a disposición arzobispal Cambullón, La Torre de Alpenchín y Las Chozas, y no desde que le fuesen cedidas Mochachar y la alquería de Rianzuela.

Desde entonces, y hasta el siglo XIX, la historia de Umbrete iba a quedar ligada al Arzobispado de Sevilla, siendo los sucesivos prelados sevillanos considerados Señores de Umbrete. Los arzobispos que durante estos 6 siglos tendrían esta denominación son los siguientes:

1. Raimundo de Losana (don Remondo) (después de 1259-1286)
2. Fernando Pérez (antes de 1286-1289)
3. García Gutiérrez (1289-1294)
4. Sancho González (1294-1295) (1ª vez)
5. Gonzalo (1295)
6. Sancho González (1295-1299) (2ª vez)
7. Juan Almoravid (1300-después del 5-10- 1302)
8. Fernando II Gutiérrez Tello (1303-1323)
9. Juan III Sánchez (1323-después del 26- 11-1348)
10. Nuño de Fuentes (1349-1361)
11. Alonso de Vargas (1361-1366)
12. Pedro Gómez Barroso (1369-1371)
13. Fernando Álvarez de Albornoz (1371- 1378)
14. Pedro Álvarez de Albornoz (1379-1390)
15. Gonzalo de Mena y Roelas (1394-1401)
16. Alfonso de Egea (1403-1408, Arzobispo;
1408-1417, Administrador Apostólico)
17. Diego de Anaya Maldonado (1418-1431) (1ª vez)
18. Lope de Olmedo (1432, Administrador Apostólico)
19. Juan de Zerezuela (1433-1434)
20. Diego de Anaya Maldonado (1435-después del 26-9-1437) (2ª vez)
21. Gutierre Álvarez de Toledo (1439-1442)
22. García Enríquez Osorio (1442-1448)
23. Juan Cervantes (1449-1453, Administrador Apostólico)
24. Alonso de Fonseca y Ulloa (1454-1460) (1ª vez)
25. Alonso de Fonseca (1460-1464, Administrador Apostólico)
26. Alonso de Fonseca y Ulloa (1464-1473) (2ª vez)
27. Pedro Riario (1473-1474)
28. Pedro González de Mendoza (1474-1482, Administrador Apostólico)
29. Iñigo Manrique de Lara (1483-1485)
30. Rodrigo de Borja y Escrivá (1485)
31. Diego Hurtado de Mendoza (1485-1502)
32. Juan de Zúñiga (1503-1504)
33. Diego de Deza (1504-1523)
34. Alfonso Manrique de Lara (1523-1538)
35. Juan García de Loaysa y Mendoza (1539-1546)
36. Fernando Valdés (1546-1568)
37. Gaspar de Zúñiga y Avellaneda (1569-1571)
38. Cristóbal de Rojas y Sandoval (1571-1580)
39. Rodrigo de Castro Osorio (1581-1600)
40. Fernando Niño de Guevara (1601-1609)
41. Pedro de Castro y Quiñones (1610-1623)
42. Luis Fernández de Córdoba (1624-1625)
43. Diego Guzmán de Haro (1625-1631)
44. Gaspar de Borja y Velasco (1632-1645)
45. Agustín Spínola (1645-1649)
46. Domingo Pimentel de Zúñiga Requesens (1649-1653)
47. Pedro de Tapia (1652-1657)
48. Pedro de Urbina y Montoya (1658-1663)
49. Antonio Payno Osorio (1663-1669)
50. Ambrosio Ignacio Spínola y Guzmán (1669-1684)
51. Jaime de Palafox y Cardona (1684-1701)
52. Manuel Arias y Porres (1702-1717)
53. Felipe Antonio Gil de Taboada (1720-1722)
54. Luis de Salcedo y Azcona (1722-1741)
55. Luis Antonio Jaime de Borbón (1741-1754, Administrador Apostólico)
56. Francisco de Solís Folch de Cardona (1755-1775)
57. Francisco Javier Delgado Venegas (1776-1781)
58. Alonso Marco de Llanes (1783-1795)
59. Antonio Despuig y Dameto (1795-1799)
60. Luis María de Borbón y Vallabriga (1799-1814, Administrador Apostólico)
61. Romualdo Mon y Velarde (1816-1819)
62. Francisco Javier Cienfuegos y Jovellanos (1824-1847)

La misma incertidumbre que existía en cuanto a los trueques de poblaciones entre quienes ejercían los poderes económico, civil, religioso y militar, al objeto de concentrar y engrandecer propiedades, es la que existía -aunque de otra índole- en el pueblo llano recién instalado. La venganza sarracena latía en el corazón de los nuevos colonos como una amenaza constante y sangrienta. Y no se hizo esperar. En 1277, los benimerines asolaron el Aljarafe, haciendo numerosos cautivos y quemando casas y fortalezas; poco después, en 1285, una razzia –incursión que sólo perseguía el botín y la depredación- del emir Abu Yacub penetró en el Aljarafe, destruyendo cuanto encontró a su paso.

 

Estas expediciones de saqueo provocaron numerosos abandonos de poblaciones. Las jaras y los matorrales se apoderaron pronto de las fértiles tierras. Ante esta situación, en lo concerniente a la Iglesia, ésta se preocupó de repoblar con campesinos sus heredades, sobre todo en la primera mitad del siglo XIV, mediante un plan urgente que se llevó a cabo a través de la modalidad de la Carta Puebla, dictada por el mismísimo Alfonso X. Se trataba de una fórmula de probada eficacia para la repoblación de territorios yermos, practicada desde antiguo en todos los reinos cristianos peninsulares. La conservación e algunas cartas pueblas, fenómeno que sólo se ha conservado en el área sevillana, permite adivinar cómo se produjo la instalación de campesinos en los numerosos despoblados y tierras sin cultivar de la región.

La repoblación interior fue, en términos generales, consecuencia directa de un proceso de claro matiz señorial: el auge de la nobleza y el clero andaluces, por un lado y, por otros, el interés de los señores de la tierra por crear nuevos señoríos y aumentar sus niveles de rentas. Se trataba, en una palabra, de atraer vasallos sobre los que ejercer la jurisdicción y que incrementasen los ingresos señoriales. Esta mentalidad rentista –en una época caracterizada por el descenso general de las rentas señoriales- está en la base de todas las empresas repobladoras. Pero, ¿de dónde procedían los nuevos pobladores? No existen demasiados datos, pero hay algunos autores que afirman, estudiando la documentación referida principalmente a la zona del Aljarafe sevillano, que estos repobladores procedían en su mayor parte de la propia comarca, y en algún caso, de Sevilla o de otro pueblo de la zona. Estaríamos, pues, ante un tipo de repoblación que, a diferencia de la del siglo anterior, protagonizan casi exclusivamente gentes de la propia Andalucía.

No obstante, otros autores, más amparados por la lógica, mantienen que esta repoblación se realizó a costa de contingente humanos de fuera de Andalucía, y basan esta argumentación en que los pueblos conquistados por Fernando III el Santo en el siglo XIII iban quedando desiertos de habitantes, debido a los largos periodos de asedio y de luchas. Si a esto le añadimos los constantes saqueos e incursiones de musulmanes que asolaron en años posteriores la comarca, parece poco probable la primera opción, por lo que se tuvieron que traer grupos poblacionales procedentes de las zonas del norte de España, más pobladas y estables políticamente. Se piensa, así, que los primeros pobladores de Umbrete procedían de tierras leonesas y asturianas, siendo menor el número de gallegos, que no obstante, constituyeron la principal línea inmigrante del resto de la zona. Este número de pobladores era escaso, y parece que esto pudo ser debido a la mala época que estaba pasando Andalucía, tras pasar por guerras, hambre, epidemias, y malas cosechas. En las condiciones sociales por las que atravesaba nuestra región en el siglo XIV, era muy difícil encontrar personas que estuvieran dispuestas a venir. Esto viene a reforzar la teoría de que no se recurriera a contingentes poblacionales cercanos al pueblo, siendo pues, lo más probable, que hubiese que buscar fuera de Andalucía.

Ante esta dificultad de atraerse gente que habitara Umbrete, el Arzobispado de Sevilla proclama unas normativas para los que quieran obtener unas tierras en los dominios de Umbrete, con unas condiciones nada exigentes para ellos.

Umbrete, desolada y yerma, sería poblada nuevamente el 5 de noviembre de 1313 por carta de población que otorgó el arzobispo don Fernando II Gutiérrez Tello, tras privilegio que el infante don Pedro le concedió. Sus primeros pobladores, doce en total, fueron: Juan García, Fernando Pérez, Juan Fernández, Andrés Pérez, Diego Jiménez, Mateo Gil y su hijo Bartolomé, Domingo Yuañes, Domingo Romo, Alvar Pérez y Martín Pérez Esturián. El arzobispo, como dueño de Umbrete y sus tierras, que estaban hasta entonces sin cultivar, las cedió estas tierras que se hallaban sin cultivar en torno a una antigua alquería musulmana, por este instrumento público para que dichos individuos poblasen la ya denominada aldea y pudiesen construir casas con maderas que les proporcionaría y otros materiales como el “ladriello e ripio de las aldeas viejas”, ya despobladas, existentes en el término de Umbrete, y Aguazal (Aguazul), gozando las tierras y plantando viñas y encinares –estos últimos como nuevo cultivo-, quedando obligados los vecinos a entregar al arzobispo la novena parte del mosto obtenido, prohibiéndose la corta de higueras, encinas y olivos. Ahora bien, la cesión de tierras y las facilidades otorgadas a los campesinos para que pudiesen edificar casas e instalaciones agrícolas perseguían una clara finalidad económica. Las cartas pueblas conservadas regulan de forma extremadamente minuciosa los diversos derechos que los campesinos debían satisfacer a los señores.

Además de Umbrete, los arzobispos sevillanos repoblaron antes de 1350 otras localidades aljarafeñas, como Rianzuela (1352). El cabildo de la catedral, por su parte, repoblaría Sanlúcar de Albaida (la actual Albaida del Aljarafe, en 1302), Gatos (1332), y la Torre de Guadiamar, junto a Sanlúcar la Mayor (1338). Otras aldeas repobladas fueron Benacazón (1332-35) y Castilleja de la Cuesta. Lópaz, en el término umbreteño, que fue asentamiento musulmán en otros tiempos, quedó para siempre despoblada.

En todos los casos, antes de iniciarse la repoblación, se había producido un proceso de concentración de la propiedad de la tierra en manos de un señor o señores, o de alguna institución eclesiástica (como en el caso de Umbrete). La gran propiedad así formada a raíz de la conquista o en fecha más reciente, se encontraba en un estado casi completo de abandono, como lo evidenciaba las alusiones al tipo de vegetación predominante en la zona. Así, al repoblarse Umbrete (1313), los pobladores recibieron, según la carta puebla, “tierras que son oy día xaras”.

De las viñas, los pobladores estaban obligados a dar al arzobispo la novena parte libre de toda costa según lo daban las poblaciones circunvecinas, por derecho del mosto. Este derecho consistía en una parte de la uva o del vino recolectados, pagados a veces en dinero en concepto de derecho por la utilización del lagar señorial. También quedaron sometidos a dar la novena parte de los higos en el “almaxar” o “almijar”, si en seis años estos colonos no hubiesen ocupado todo el término, cada cual perdería lo suyo, quedando libre el arzobispo para donar las tierras a otros pobladores, quedándole la preferencia del “tanto” caso que quisiesen venderlas, y, haciéndolo a extraño no podría ser caballero ni “omen poderoso” sino vecino y pagase a la Dignidad la parte correspondiente de los frutos. Del mismo modo, les quedó prohibida la corta de higueras, encinas y olivos, pudiendo cada cual, por otra parte, vender pan y vino en sus casas.

Con respecto al nuevo sistema político, que se asentaría con el tiempo, se basaba en que la ciudad, a través de las autoridades municipales, legislaba para las aldeas y villas de su tierra o alfoz, nombraba o confirmaba sus cargos a los oficiales de los concejos “vasallos”, dirimía pleitos de término, inspeccionaba las haciendas locales y la administración de justicia, efectuaba el cobro de los impuestos reales y, por último, reclutaba hombres para las milicias concejiles.

En estas primeras décadas que siguen a la Reconquista sevillana, se procede al repoblamiento y organización administrativa de las villas, y es entonces cuando el rey Alfonso X, crea la figura de los regidores del Cabildo, llamado de los Veinticuatro, por ser tal su número en principio. Las primeras noticias que tenemos de éstos caballeros veinticuatros se remonta al año 1286, aunque parece ser que hasta el 1295 no aparece una reglamentación de dichos cargos.

Entre sus obligaciones estaban desde la fiscalización de los tributos, obras de la ciudad, rentas, mercados, representaciones del Cabildo, la visita de la cárcel los sábados, etc.

En principio, dada la importancia de las funciones encomendadas, parece que éstos cargos cayeran en “hombres buenos”, de contrastadas cualidades humanas, pero con el transcurso del tiempo, esto se fue desvirtuando igual que fue cambiando su número. Poco a poco es la oligarquía dominante la que se va haciendo con las cienticuatrías. Así, hacia el siglo XV los cargos se van haciendo vitalicios y hereditarios, mediando las más de las veces en subterfugios nada honestos para conseguirlo. Como es natural tal cantidad de competencias y funciones hicieron estos cargos enormemente apetecibles, ejerciendo una gran influencia en la ciudad, ya que fuera por su cargo de veinticuatro o por la importancia de sus apellidos, tales como los Guzmanes, Ponce de León, Cárdenas, Castillos, Mendozas, etc.

Es pues fácil de comprender que ya hacia el año 1318 el número había aumentado a treinta y seis, siendo reducido por Alfonso XI, y aumentado de nuevo en 1.450 a más de treinta y uno. Sin embargo no todos los caballeros veinticuatro utilizaron el cargo para provecho propio, tal es el caso de don Juan Arguijo, auténtico mecenas y protector de músicos, escultores y pintores. Veamos como reseña don Santiago Montoto en su libro “Sevilla en el Imperio”, unos hechos acontecidos en las cercanías de Umbrete a mediados del XVI.

“Fue este pródigo sevillano, así se le llama en documentos de la época, don Juan de Argujo, veinticuatro, y, lo que es más, príncipe de los sonetistas españoles, quien, residiendo en su hermoso heredamiento de Tablantes, alojó en el, unas horas no más a la Marquesa de Denia, de paso para Sevilla, en el otoño del año 1549. ¡Que fiestas no organizaría el poeta!. A no dudar, varios de carácter literario. Tal vez la representación de alguna comedia por la compañía de Diego de Santander. ¡Que lujo no desplegaría en el caserío de la heredad!. Para gastar dinero todo parecía poco a este predilecto hijo de las musas, y en su afán derrochador, para dejar bien puesto el nombre de su ciudad, a la que representaba, dio a toda la comitiva, que era numerosísima, colación de doblones de oro. No tuvieron más rico desayuno el séquito de los grandes emperadores de la tierra. ¡Bien que estamos en Sevilla y en las postrimerías del siglo de oro! Su renta de 20.000 ducados gasta entonces, pero quedó pobre de por vida”.

Como podemos apreciar no está falto de atractivo la figura de los caballeros veinticuatro. Sin entrar en consideraciones de valor, esta forma de administración, perduró durante varios siglos y forma ya por derecho propio, parte de la historia de la ciudad.

Los umbreteños nos tenemos que sentir orgullosos pues, con casi toda seguridad, Umbrete sea el único pueblo que tiene dedicada una calle al antiguo Cabildo de Sevilla, llamada popularmente como “calle veinticuatro” (la actual Santa Ángela de la Cruz), nombre éste que data de cientos de años atrás, como queda recogido en los libros de recaudación del Consejo de la Villa de Umbrete.

Por lo que se refiere al crecimiento de los enclaves rurales, hay que destacar que, en general, suelen ser las poblaciones más pequeñas las que tienen unos índices de crecimiento más altos. Esto se constata, sobre todo, en la Sierra de Aroche, que entre 1430 y 1530 casi triplica su población. Siguiendo esta estela, en el Aljarafe, Bormujos, Palomares, Salteras y Aznalcóllar son las que más crecen. Sin embargo, en esta comarca, donde proliferan los lugares pequeños que no llegan a la decena de vecinos, algunos se despueblan.

El crecimiento de la población, pues, no fue homogéneo. Sevilla, que a fines del siglo XIV cuenta con unos 15.000 habitantes, un siglo más tarde alcanza los 40.000, aproximadamente. Por su parte, la tierra o alfoz no experimenta una evolución uniforme. En la primera mitad del siglo XV, el Aljarafe tiene un crecimiento medio, comparado con otras comarcas, que aunque no llega a duplicar su población, si se encuentra próximo a conseguirlo (187,4%). En el siguiente periodo del mismo siglo, la evolución es más equilibrada, y el Aljarafe aumenta un 125,8%.

El sucesor de don Fernando Gutiérrez Tello, el arzobispo Juan III Sánchez, confirmó la cesión el 6 de abril de 1346, concediendo todos los olivos existentes y los que se plantasen el adelante en las viñas, quedando obligados los pobladores a dar el año a la Dignidad la cuarta parte del aceite, reservándoles otra tercera para los gastos de las labores. Se añadía la obligación del arzobispo de mantener en la aldea un molino aceitero, exceptuando los hombres y bestias necesarios para trabajarlo. Treinta maravedíes era la pena impuesta por la Mitra a quienes cortasen sin su consentimiento algún olivo, y veinte cada higuera. En cuanto a las viñas, pagarían el diezmo libre de gastos en los lagares de las aldea, además del noveno que debían dar por razón de señorío. Por otro lado, a petición de los vecinos de Umbrete, el arzobispo les confirmó la concesión efectuada en 1313, dándoles cuanto labraron en “Aguazul, nuestra aldea”, higueras y viñas con las mismas condiciones que tenían los restantes vecinos de Aguazul, además de un molino de aceite.

Esta merced sería confirmada por los arzobispos que se siguieron, entre ellos don Alonso de Fonseca, don Diego Hurtado de Mendoza y don Diego de Deza.

Ahora nos centraremos en el cultivo predominante en la Baja Edad Media del Aljarafe Alto: la vid. Tras la Reconquista, el cultivo de la viña, hoy restringido a sólo algunas zonas de la región, se constata por toda Andalucía. Más aún: después de la conquista castellana experimentó un auge extraordinario, dado que desaparecieron las prohibiciones religiosas que habían frenado su expansión durante la época musulmana.

Los municipios adoptaron una política proteccionista encaminada a favorecer a los cosecheros locales frente a la competencia de vinos forasteros, cuya venta se permitía sólo cuando se hubiese agotado en vino de la localidad.

Es a partir del siglo XIV, es decir, ya cristianada la comarca, cuando el cultivo de la viña en el Aljarafe se generaliza y alienta, si bien, fue implantado mucho antes incluso – aunque en menor grado- con la propia dominación islámica.

Determinadas condiciones climatológicas son necesarias para el buen desarrollo de la vid y su posterior fructificación, aparte la composición del terreno. En el Aljarafe, y en esa zona sobre todo, de da un tipo de tierra calcárea que dicen albarizo/a, clara y en ocasiones con pequeños terrones de cal cuajados, donde aparecen con frecuencia fósiles marinos del Terciario. También existen manchas de tierra tosca, aún más caliza que la anterior y ciertamente buena para el cult6uvo de la vid. La temperatura es otro factor esencial, descendiendo en el Aljarafe dos grados respecto a la llanura sevillana. Por fin, los vientos predominantes, el gallego, del oeste y la marea, del sur, prestan imprescindible ayuda al proceso.

Por lo que se refiere al olivar, su cultivo está documentado también en todas las comarcas de Andalucía, siendo la del Aljarafe la que poseía las fincas más extensas y rentables de la región. Se trata de un cultivo tradicional en la zona, que constituía, al menos en Sevilla, uno de los cultivos de mayor interés económico para la nobleza y el clero de la ciudad, cuyos miembros cuidan personalmente de sus explotaciones olivareras y participan activamente en la comercialización del aceite y de sus derivados, como el jabón. Con todo ello, abundan las pequeñas fincas de olivar, siendo raro el campesino que no poseía unas cuantas aranzadas de tierra de olivos. El olivar, que está ampliamente extendido por toda la región, y como la vid (con la cual convive muchas veces en cultivo mixto continuamente aludido por los documentos de la época), lo encontramos muy frecuentemente como parte integrante de la pequeña propiedad, aunque esté también asociado a extensas explotaciones. 

Algunas áreas geográficas como el Aljarafe sevillano o las campiñas cordobesa y jiennense, conocieron las mayores concentraciones de olivos en los siglos XIV y XV, siendo la primera, según parece, la más rica en este aspecto. Los datos que poseemos relativos a la producción de aceite derivan de las cifras que alcanzaron las rentas decimales. Para el Aljarafe, las cifras anteriores a 1480 son relativamente fiables, puesto que hasta esa fecha la recaudación del diezmo de aceite se hizo en especie. Partiendo de estos datos, referentes al Aljarafe y a La Ribera sevillanos, parece poder sostenerse con M. A. Ladero que la producción aceitera se incrementó de manera notable a lo largo del siglo XV. Sin perder de vista el carácter vecero de las cosechas de aceituna, lo cierto es que de 1429 a 1443, la producción media es de 20.784 quintales; y de 1445 a 1479 ha subido ya a 54.830.

Como anécdota histórica de este periodo, se tiene constancia que en el año 1410, a un tal Juan García de Umbrete, el alcabalero mayor de Sevilla, Pedro Ortiz, le abonaba la cantidad de 300 maravedís, que importaban el transporte de fuelles, sierras, azuelas y otras herramientas, que Juan García con tres bestias de su propiedad había llevado a Zahara, en la frontera del reino de Granada, para hacer las puertas de esa villa. Asimismo relacionada con el reino granadino he visto la referencia a una Real Cédula de Fernando el Católico, dirigida a la villa de Umbrete, entre otras, ordenándole en 1489 que enviase el sueldo de los azadoneros de la villa que habían ido a Baza durante la guerra de Granada, según consta en las actas capitulares de Carmona en dicho año.

Edad Contemporánea: 1.837 - actualidad

En esta circunstancia, no es de extrañar que la incautación del palacio de Umbrete obedeciese a una especie de “venganza política” del gobierno constitucional, que no se entiende si pensamos que el palacio nunca dejó de ser propiedad del Arzobispado, como se recogería más tarde en el Concordato de 1851. A partir de entonces, desligado ya Umbrete del dominio señorial de los arzobispos sevillanos, estos recuperaron sin embargo la propiedad del palacio, y consta que en 1851 el cardenal Judas José Romo lo reformó y labró un nueva portada lateral.

El obispo de Canarias desde 1858 y arzobispo de Sevilla desde 1877 hasta su muerte, el carmelita fray Joaquín Lluch y Garriga, fue nombrado cardenal por el Papa León X en 1882, el mismo año en el le sobrevino la muerte en el palacio arzobispal de Umbrete.

A pesar de la recuperación del palacio arzobispal, no ocurrió lo mismo con las numerosas posesiones agrícolas que antaño desfrutaban, que se encontraban en gran parte sin cultivar cuando llegó la desamortización, y que luego pasaron a nuevas manos. 
Antes de este evento desmembrador, los prelados continuaban arrendando sus tierras y solares, en especial a vecinos del pueblo “para ayuda al alimento de sus familias y fomento de la agricultura”.

A continuación se expondrá parte de un trabajo de investigación realizado por Francisco Amores Martínez, sobre el que se profundizará en el apartado de patrimonio. En este estudio, se recogen todos los datos de que se dispone en la actualidad sobre la fuente, esculturas y bustos de mármol que adornaron entre 1760 y 1844 los antiguos jardines del palacio arzobispal de Umbrete, y que fueron objeto de expolio tras la desamortización de Mendizábal. Los datos proceden de la bibliografía de los siglos XIX y XX, así como de diversos documentos del Archivo General del Arzobispado y del Archivo Municipal de Sevilla.

Esta disposición supuso en su momento y que produjo un fuerte cambio en la vida sociopolítica del país, pese q que las consecuencias económicas para la nación no diesen el fruto apetecido en un principio: sanear el erario público. La Iglesia y las comunidades religiosas reclamaron sus derechos, obteniendo la negativa por respuesta, y tras el concordato de 1851 conseguirían una consignación perpetua en los presupuestos del Estado, quedando zanjada la cuestión. Con todo, siguieron en posesión de las capellanías, que aportaban pingues beneficios al clero, y aún en los años setenta de nuestro siglo se continuarían vendiendo aquellas tierras de tal condición como objetos especulativos en propiedad de auténticas manos muertas.

En lo que se refería a la vertiente política, indudablemente la puesta en circulación de estas tierras enajenadas representaba en su pensamiento el tener a su favor a una clase media de pequeños propietarios, beneficiados por todas estas medidas. En lo que atañe a lo económico, el conseguir dinero para la hacienda era otro de sus propósitos, y de esta manera recoger fondos para luchar contra los carlistas, que estaban asolando el país desde la muerte de Fernando VII y los problemas sucesorios que trajo aparejada la derogación de la ley sálica.

Los cuatro millones de hectáreas que iban a cambiar ahora de la mano muerta eclesiástica, a una desvinculación de esos bienes, tendrían unos efectos en claroscuro. Como pasaba casi siempre, las tierras que cambiaron de manos, fueron a parar a la de los “mismos”, es decir, a una oligarquía que ya existía, y que tampoco consiguió una real reforma agraria, que hiciese desaparecer los latifundios en las zonas del país donde representaban un mayor inconveniente para el desarrollo futuro. En definitiva, que la desamortización de Mendizábal no logró el objetivo buscado a corto alcance.

La singular vinculación de los prelados sevillanos con esta villa, que fue de su propiedad desde la conquista de Sevilla en el siglo XIII hasta la extinción de los señoríos en 1837, propició un cambio después de seis siglos, en los que se había hecho frecuente su intervención en los avatares del pueblo, lo que determinó la fisonomía urbana del mismo y su riqueza artística, y supuso en general notables beneficios para sus habitantes.

Antes de seguir, recogeremos otra anécdota, según cuenta J. Velázquez y Sánchez en sus “Anales de Sevilla”, donde recoge los sucesos más notables ocurridos en la ciudad en la primera mitad del siglo XIX. Este autor dice que en mayo de 1838 fue vista en la Audiencia Territorial sevillana la causa seguida contra Manuel Pérez, alias “Merino”, vecino de Umbrete, que había dado muerte a su mujer, Concepción Librero, y a su tía, Isabel Martín; encontrado culpable, fue sentenciado a la pena de muerte en garrote vil y ejecutada la sentencia en ese mismo mes y año, estrenándose para ello con el mentado “Merino” el patíbulo colocado en la azotea de la nueva cárcel del Pópulo, por el lado del Baratillo.

Siguiendo con el proceso desamortizador, diremos que la llegada del siglo XIX supuso también el desmantelamiento de la decoración escultórica de los primitivos jardines y la pérdida por tanto de su original personalidad, dando comienzo a una ajetreada historia plagada de infortunios que se asemeja al destino “maldito” de los tesoros expoliados de algún faraón egipcio. Y es que, según el historiador Francisco Amores Martínez, en 1844, aprovechando la circunstancia de que Sevilla se hallaba sin obispo, ya que el cardenal Cienfuegos cumplía desde 1836 su destierro en Alicante, el Gobierno se incautó el palacio de Umbrete, en una medida que si fue legal desde luego puede calificarse de poco lícita, la cual puede deberse al enconado enfrentamiento que en esos años se vivía entre el gobierno liberal del general Espartero y la Iglesia española, que en Sevilla se vivió de manera especialmente acalorada, en parte por la actitud rebelde del obispo Judas José Romo y Gamboa. Este prelado, nombrado obispo de Canarias por el Papa Gregorio XVI en enero de 1834 y cardenal en 1847, cumplía destierro en Sevilla desde 1843 por sus criticas a la desamortización, pese a que en un principio era uno de los liberales más entusiastas.

En esta circunstancia, no es de extrañar que la incautación del palacio de Umbrete obedeciese a una especie de “venganza política” del gobierno constitucional, que no se entiende si pensamos que el palacio nunca dejó de ser propiedad del Arzobispado, como se recogería más tarde en el Concordato de 1851. A partir de entonces, desligado ya Umbrete del dominio señorial de los arzobispos sevillanos, estos recuperaron sin embargo la propiedad del palacio, y consta que en 1851 el cardenal Judas José Romo lo reformó y labró un nueva portada lateral.

El obispo de Canarias desde 1858 y arzobispo de Sevilla desde 1877 hasta su muerte, el carmelita fray Joaquín Lluch y Garriga, fue nombrado cardenal por el Papa León X en 1882, el mismo año en el le sobrevino la muerte en el palacio arzobispal de Umbrete.

A pesar de la recuperación del palacio arzobispal, no ocurrió lo mismo con las numerosas posesiones agrícolas que antaño desfrutaban, que se encontraban en gran parte sin cultivar cuando llegó la desamortización, y que luego pasaron a nuevas manos. 
Antes de este evento desmembrador, los prelados continuaban arrendando sus tierras y solares, en especial a vecinos del pueblo “para ayuda al alimento de sus familias y fomento de la agricultura”.

A continuación se expondrá parte de un trabajo de investigación realizado por Francisco Amores Martínez, sobre el que se profundizará en el apartado de patrimonio. En este estudio, se recogen todos los datos de que se dispone en la actualidad sobre la fuente, esculturas y bustos de mármol que adornaron entre 1760 y 1844 los antiguos jardines del palacio arzobispal de Umbrete, y que fueron objeto de expolio tras la desamortización de Mendizábal. Los datos proceden de la bibliografía de los siglos XIX y XX, así como de diversos documentos del Archivo General del Arzobispado y del Archivo Municipal de Sevilla.